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DAVID VALLEJO CÓDIGOS DEL PODER |
12 May 2025
“No se puede medir la salud de una economía solo con el PIB. Hay que mirar el bienestar, la equidad y las oportunidades.” La frase es de Angus Deaton, Premio Nobel de Economía, y funciona como un faro para entender lo que en este momento ocurre en México. Porque la discusión sobre si estamos o no en recesión, si el número fue positivo o negativo, si se evitó por décimas una caída técnica, es una conversación necesaria, pero incompleta. La pregunta real es más profunda: ¿qué tan sano está el cuerpo económico del país? ¿Respira con fuerza o sobrevive con respiración asistida?
La cifra más reciente indica un crecimiento del PIB del 0.2% en el primer trimestre del año. Eso bastó para que algunos celebraran haber “esquivado” la recesión. Pero bajo la superficie, el diagnóstico es mucho más complejo. Ese crecimiento se debe casi en su totalidad a un repunte extraordinario en el sector agropecuario, que había caído fuertemente el trimestre anterior. En cambio, la industria volvió a contraerse y los servicios, que son el motor de la economía, se estancaron. Si se observa el acumulado desde el tercer trimestre de 2024, México ha producido menos durante dos trimestres consecutivos. El INEGI, además, muestra en su Indicador Coincidente más de 15 meses de caídas. Es decir, más allá de los tecnicismos, la economía mexicana está en recesión real.
Pero esta recesión no se siente como un desplome, sino como un lento desvanecimiento. Es una economía que pierde energía, que se vuelve más frágil, donde invertir es incierto y consumir es cada vez más difícil. No se trata de un colapso repentino, sino de una erosión persistente que compromete el futuro. No hay un solo factor. Es una combinación entre el contexto mundial, la desaceleración en Estados Unidos, la pérdida de dinamismo interno y la necesidad de apuntalar condiciones estructurales para escalar hacia una economía de mayor valor agregado.
El riesgo es caer en la trampa de la complacencia: pensar que por no haber entrado en recesión técnica se ha hecho lo suficiente. Y es justamente lo contrario. México necesita actuar ahora. Con inteligencia, con seriedad, con visión de largo plazo.
¿Qué hacer entonces? ¿Qué decisiones pueden marcar la diferencia entre una economía que se estanca y una que se reactiva con solidez? La respuesta no está en fórmulas mágicas, sino en acciones con base empírica, probadas internacionalmente y que pueden implementarse desde una lógica de Estado más que de coyuntura.
Primero: acelerar la inversión pública con alto impacto multiplicador. No todo gasto público tiene el mismo efecto. El que se orienta a infraestructura logística, energética y digital (con criterios de rentabilidad social y territorial) tiene efectos que trascienden el corto plazo. Las regiones más rezagadas de México no necesitan transferencias permanentes: necesitan conectividad, electrificación moderna, puertos funcionales y acceso digital real. Invertir ahí no solo estimula la demanda inmediata, sino que transforma las condiciones de oferta. Según estudios del FMI y la CEPAL, cada peso invertido en infraestructura bien planificada puede generar hasta 1.5 pesos adicionales en PIB. Es una política que construye presente y futuro.
Segundo: reactivar el consumo popular sin desatar presiones inflacionarias. En un contexto de debilidad de la demanda interna, es necesario impulsar el poder adquisitivo de los hogares más vulnerables. Pero no con medidas expansivas de alto riesgo fiscal, sino con inteligencia redistributiva. Programas de transferencias condicionadas a la salud y la educación, subsidios dirigidos a la canasta básica, y microcréditos productivos bien diseñados pueden dinamizar el consumo sin comprometer el equilibrio macroeconómico. Lo esencial es que estos instrumentos se financien mediante reasignaciones del gasto ineficiente, no por expansión monetaria ni endeudamiento inercial.
Tercero: estimular la inversión privada reduciendo la incertidumbre institucional. México no necesita más discursos sobre nearshoring. Necesita condiciones reales para atraerlo. Eso significa certeza jurídica, respeto a los contratos, incentivos bien diseñados, políticas energéticas compatibles con el futuro, y un entorno regulatorio predecible. La inversión productiva florece donde hay reglas claras, largo plazo visible y una narrativa creíble de desarrollo industrial.
Cuarto: fortalecer el sistema tributario sin subir impuestos. La presión fiscal de México sigue siendo una de las más bajas de la OCDE. Pero eso no significa elevar tasas, sino ampliar la base, reducir la evasión, simplificar la tributación a las PYMES y digitalizar completamente la operación del SAT. Una reforma progresiva, basada en el principio de que quien más tiene más contribuye, no es solo una exigencia ética, sino una necesidad funcional. Solo así se libera el espacio fiscal necesario para políticas contracíclicas efectivas y sostenibles.
Quinto: invertir en capacidades humanas como columna vertebral del desarrollo. Como han planteado Esther Duflo y Abhijit Banerjee, el desarrollo sostenido no se logra únicamente con infraestructura, sino con capital humano bien formado. México debe apostarle a una revolución educativa basada en tecnología y habilidades laborales del siglo XXI, a la expansión de modelos de formación dual vinculados al sector productivo, y a un sistema de salud pública que no sea solo reactivo, sino preventivo, eficaz y digitalizado. Un país no es competitivo si sus trabajadores están enfermos, si sus estudiantes no aprenden o si su innovación depende del azar.
En síntesis, México no está condenado a una recesión prolongada, pero está peligrosamente cerca si sigue apostando por la inercia, los mensajes ambiguos y las soluciones de corto aliento. Como lo he dicho en numerosas columnas anteriores, el país tiene los instrumentos, la capacidad técnica y el talento para desplegar una política económica moderna, integradora, basada en evidencia y centrada en resultados. En este sentido reconozco los esfuerzos de la Secretaría de Economía con los Polos de desarrollo, los corredores económicos del bienestar y el programa Hecho en México, sin embargo, se requiere de una política integral que incluya una reforma fiscal, mayor inversión estratégica y el fortalecimiento del capital humano en el contexto actual.
Porque una economía no se mide solo en tasas trimestrales. Se mide en confianza. En capacidad de imaginar y construir un futuro más justo, más dinámico y más humano. Y ese futuro no llega solo. Se diseña. Se trabaja. Se decide.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y la recesión lo permite.
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Esta es opinión personal del columnista