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DAVID VALLEJO CÓDIGOS DEL PODER |
24 Sep 2025
Cada año, los premios Ig Nobel se convierten en un espejo que nos recuerda que la ciencia también sabe reírse de sí misma, que el conocimiento puede abrirse paso en los terrenos más insólitos. Esta vez las moscas, las vacas, los murciélagos y hasta los bebés lactantes se colaron en la ceremonia, mostrando que la curiosidad humana siempre encuentra caminos inesperados.
Un grupo de investigadores japoneses pintó vacas con rayas negras y blancas y descubrió que las moscas desistían de molestarlas. La explicación podría ser óptica, biológica o incluso psicológica, pero lo fascinante es que un simple disfraz de cebra se transformó en alivio para un animal acostumbrado al zumbido constante de sus parásitos. De pronto, la naturaleza ofrece un truco elegante: bastan unas pinceladas para cambiar el destino de un rebaño.
Otro experimento encontró que una copa de alcohol ayuda a hablar mejor en un idioma extranjero. Alemanes que aprendían neerlandés pronunciaban con más fluidez tras beber. Quizá no sea magia etílica, sino la liberación del miedo, esa cárcel invisible que congela las palabras en la garganta. El alcohol, en este caso, no es una herramienta lingüística, sino una llave emocional: lo que se abre no es la boca, sino el coraje.
La paradoja aparece en otra investigación: murciélagos alimentados con frutas fermentadas volaban peor y perdían precisión en su ecolocalización. En el aire, la embriaguez pesa más que en una mesa de bar. Allí donde la vida depende de la exactitud, el mínimo desajuste se convierte en amenaza. Lo que en humanos puede ser desinhibición, en ellos es vulnerabilidad.
Los premios también celebraron a quienes mezclaron teflón con la dieta de roedores para provocar saciedad, a quienes midieron durante décadas el crecimiento de una uña humana, o a quienes descubrieron que los bebés succionan con más entusiasmo cuando la leche materna huele a ajo. Entre lo extravagante y lo trascendente, se revela siempre la misma chispa: la ciencia nace del asombro, incluso del más absurdo.
Estos experimentos, aunque parezcan anécdotas, son recordatorios de algo mayor. El conocimiento no avanza en línea recta; a veces se abre camino con humor, con preguntas que parecen caprichos, con hallazgos que parecen un chiste. Y sin embargo, detrás de cada risa queda un aprendizaje: que el disfraz de una vaca puede reducir el sufrimiento animal, que la pronunciación puede estar atada a la confianza, que un murciélago ebrio es metáfora de nuestra propia fragilidad.
Quizá por eso los Ig Nobel son tan entrañables. Porque enseñan que la ciencia también es juego, que el rigor convive con la risa, que la imaginación es tan necesaria como la seriedad. Y en un mundo saturado de solemnidad, reírse de los descubrimientos resulta una forma distinta de celebrar la inteligencia.
Estás investigaciones premiadas parecen decirnos que vivir consiste en aprender incluso de lo ridículo, que la sabiduría se esconde tanto en una vaca disfrazada de cebra como en un bebé que elige el aroma del ajo. Tal vez la mayor lección de la ciencia es recordarnos que la vida siempre encuentra una manera inesperada de sorprendernos.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y el alcohol con medida para hablar otros idiomas, lo permite.
Astronomía ¿para qué? En honor a Julieta Fierro.
Rompope para Greis (aunque no le guste) y Chocolate con leche para Alo.
Esta es opinión personal del columnista