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PEDRO CHAVARRÍA DISECTOR |
03 Nov 2025
Hoy disecaremos este término, novedoso, y las condiciones que se asocian con él. Empezamos, como es costumbre, por definir términos. Un psicobiótico se refiere a un conjunto de bacterias benéficas que viven en nuestro interior, particularmente en los intestinos, mejor conocidas como probióticos, pero que coadyuvan en algunos problemas psiquiátricos. Se calcula que albergamos trillones de bacterias. En una población tan asombrosamente grande existe una amplia diversidad de microorganismos, buenos y no tan buenos, y algunos hasta malos.
En realidad, no solo damos cabida a bacterias, también se incluyen otros microorganismos, como arqueas, hongos, virus y protozoarios. Se trata de una comunidad asombrosa, y no solo en intestinos, también en la piel, conjuntivas, encías y algunos estudios describen que hasta en el cerebro. Esta comunidad, de ninguna manera es habitante pasiva, interactúa con nosotros en múltiples formas. Toma parte de nuestros recursos alimentarios y nos devuelve otros componentes bioquímicos que impactan nuestras funciones de muy diversas maneras, para bien y para mal. El ejemplo clásico de bacterias que nos benefician son las productoras de vitamina K, muy importante en diversas funciones, entre ellas, la coagulación sanguínea.
Existen otros grupos de bacterias que generan productos muy interesantes: neurotransmisores, hormonas y citoquinas. Todas estas moléculas tienen funciones de mensajería, son verdaderas órdenes de acción que desencadenan funciones en distintas partes de nuestro organismo, muy señaladamente, en cerebro. Y aquí entra de lleno el término psicobióticos. Se ha detectado toda una red de intercomunicación que se ha llamado eje intestino-cerebro, de doble vía, es decir, fluye información -vía intercambio de moléculas de señal- en ambos sentidos.
Estudios experimentales con ratones han demostrado que si se trasplanta materia fecal -trasplante fecal- de una persona con depresión, los ratones acusan conductas de apatía y anhedonia, se aíslan y dejan de interesarse, por ejemplo, en juegos a su disposición, a los que suelen ser muy afectos estos roedores, curiosos por naturaleza. De ahí surgió la idea de que nuestra flora intestinal, a través de sus productos químicos, influye en nuestra conducta, estado de ánimo y actitud ante la vida.
Normalmente, la llamada microbiota contiene la densa mezcla que mencionamos antes; en ella prolifera una inmensidad de microorganismos que compiten entre sí por los recursos con los que se nutren, que dependen, justamente, de lo que nosotros comemos. Diferentes dietas favorecen más a unas especies bacterianas que a otras. Normalmente existe un equilibrio y la flora debería contener preferentemente bacterias que nos benefician y promueven nuestra salud física y mental. Pero el equilibrio puede romperse y favorecer a bacterias que no nos convienen y hasta nos perjudican.
Dietas inadecuadas por diversas razones y, sobre todo, abuso de antibióticos, alteran la composición de la microbiota. Por eso los antibióticos solo deben usarse cuando realmente se justifiquen, pues además de aniquilar a patógenos invasores, causantes de infecciones que ameritan tratamiento, también afectan a nuestras bacterias benéficas. Restaurar el equilibrio tras la suspensión del antibiótico puede tomar meses, si es que se logra. Algunos microorganismos perjudiciales en extremo, pueden causar tal daño que ponen en peligro la vida y se sabe que estos proliferan por el uso abusivo de antibióticos.
En otros casos, tenemos grupos bacterianos que aprovechan nuestros alimentos de diferentes maneras. Nuestro organismo digiere y absorbe los alimentos; deja algunos residuos que no somos capaces de digerir, por lo tanto, no los podemos absorber ni aprovechar y son eliminados con las heces. Pero hay grupos bacterianos que sí pueden digerir estos residuos y ponerlos a nuestra disposición, con lo cual resulta que aprovechamos mejor los alimentos y de ello, eventualmente, sobreviene obesidad. Tenemos bacterias que nos favorecen la obesidad. Algunas personas que vemos comer mucho y no padecer este flagelo, probablemente tienen flora bacteriana que no aprovecha los residuos, por lo que la persona asimila menos y por ende puede comer más sin aumentar de peso. Otras personas comen menos y ganan más grasa. Desde luego, la obesidad es un problema complejo y estos cambios de flora no explican todos los casos.
Parecería fácil la solución a varios de nuestros problemas, desde físicos, como diversos problemas gastrointestinales y otros, hasta mentales, como angustia, depresión, Alzheimer, otras formas de demencia, Parkinson y más: cambiar la flora intestinal. Pero cambiar trillones de microorganismos, distribuidos entre cientos, o miles de especies diferentes, no es nada sencillo. Ni siquiera los hemos caracterizado a todos. Cada persona tiene una mezcla peculiar. No sabemos tampoco cuáles especies producen qué, ni cómo interactúan entre sí. Pensemos que los resultados que vemos como una enfermedad, no necesariamente se pueden atribuir a un solo factor, sino a combinaciones complejas, con intervención de varios participantes, en diversas intensidades y tiempos de acción. El problema nos supera ampliamente.
Creemos que algún día llegaremos a entender mejor a la microbiota, y entonces podremos manipularla en nuestro provecho, llegando al punto de ofrecer una medicina personalizada, basada en las interacciones favorables con los microorganismos que nos han tomado como nicho ecológico, del cual toman lo que necesitan, según lo que nosotros comemos e ingerimos, alimentos, fármacos, contaminantes y tóxicos. Aún vemos lejano ese día.
Ud. es la persona que es, gracias a su cerebro y a las interacciones con las bacterias que alberga, le guste o no. Quizá su forma de ver la vida y de pensar le venga de estímulos bacterianos sutiles, muy difíciles de identificar y medir. Desde el intestino, a unos cien centímetros de distancia, que para una bacteria que mide milésimas de milímetro, es una distancia inmensa, llegan hasta nuestro cerebro y lo hacen pensar y actuar de diversas maneras. Ud. es, en cierta medida, lo que sus bacterias le hacen ver, pensar, decir y actuar. Suena demoledor, pero es real.
Conviene preguntar: ¿de dónde vienen esas bacterias? La respuesta es muy interesante. Técnicamente,áel líquido amniótico en el cual flota el feto en desarrollo, es estéril, no hay contacto con microorganismos. Al momento del nacimiento se adquieren las primeras bacterias, que de inmediato encuentran en el intestino su hábitat ideal. Entraron por la boca del recién nacido, desde la vagina de su madre, donde predominan lactobacilos y estos serán la primera especie dominante; con el tiempo se irán incorporando otras especies y la diversidad se irá estableciendo. A mayor diversidad de especies bacterianas, y de otros microorganismos, mejor equilibrio, de modo que, bacterias patógenas son contrabalanceadas por muchas más benéficas, que no las dejan prosperar.
¿Y si el niño nació por cesárea? Ya no hubo contacto con la flora vaginal materna. Entonces las bacterias llegarán desde las manos de quienes lo atienden tempranamente: enfermeras, médicos, parteras y su propia madre. Pero será una flora algo diferente. No sabemos en realidad cómo impacta este cambio. Eventualmente se logra la anhelada diversidad bacteriana que nos protege de muchos males. El sistema inmune entra en contacto con esas bacterias, y de algún modo que aún no entendemos bien, reconoce a los habitantes bacterianos y los tolera. Cuando entra en contacto con otras especies desconocidas, las identifica como extrañas y monta una respuesta en su contra, tendiente a eliminarlas. Probablemente muchísimas infecciones potenciales son frustradas así y ni nos enteramos; nunca hubo enfermedad porque el sistema inmune no lo permitió.
Otras bacterias, potencialmente negativas estimulan de más a este sistema de vigilancia y este responde, lo que para efectos prácticos se traduce en inflamación, es decir, intestino inflamado, mal que aqueja a millones de personas en el mundo, en forma de “Trastornos digestivos funcioales”: dolor, distensión, diarrea, estreñimiento y otras manifestaciones que en realidad no sabemos cómo tratar exitosamente, porque no hemos podido averiguar por qué se producen. Así resulta que la flora bacteriana, de varias, maneras, regula al importantísimo sistema inmune. De no haber flora residente, surgen muchas complicaciones, estudiadas en animales de laboratorio.
Para tener una flora microbiológica residente que nos convenga, deberíamos tener amplia diversidad y cuidarla, muy especialmente no abusando de antibióticos. Muchos problemas infecciosos cotidianos, sobre todo en niños, son virales, transitorios y autolimitados, por lo que no requieren antibióticos. La angustia materna ante fiebres o diarreas lleva a solicitar antibióticos, que hoy solo se expiden con receta. El antibiótico muchas veces perjudica, más que beneficiar.
Otra forma de cuidar la flora residente es con nuestra alimentación. Dietas balanceadas, es decir, sin abusos, preferentemente la llamada “Dieta mediterránea” parece favorecer la salud. Se pueden ingerir, además, probióticos, es decir, cápsulas que contienen mezclas bacterianas que se sabe que son benéficas. No es una receta mágica, no hay combinaciones perfectas ni todas funcionan igual en todas las personas, pero suelen ayudar. Además de los probióticos existen los prebióticos: alimentos que favorecen el desarrollo bacteriano, como es el caso de algunos alimentos como frutas, verduras, legumbres y cereales integrales, así como otros fermentados, como yogur, kefir, chucrut y algunos quesos.
Tampoco debemos entrar en pánico porque la flora bacteriana puede ser una amenaza. Se le ha relacionado con muchas alteraciones físicas y mentales, pero no sabemos bien en realidad si es una alteración asociada con esa enfermedad, o es la causa, o la consecuencia. Si solo es asociada, sirve para buscar a la enfermedad adjunta. Si fuera causa, deberíamos combatirla. Si fuera consecuencia, deberíamos atacar la causa. De modo que, cuando dos fenómenos se identifican juntos (a y b, por ejemplo), eso no quiere decir que a sea la causa de b, ni que b sea la causa de a. Demostrar relación de causalidad suele ser complejo.
Por lo pronto, cuide su flora residente. Coma bien, evite excesos, si no necesita antibióticos o no se los prescriben, no los pida ni se autorecete. Si tiene algún problema del aparato digestivo, pruebe probióticos y prebióticos, si le parece. Si tiene problemas de depresión o angustia, con estrés excesivo y ya está bajo tratamiento, no lo suspenda, agregue pro y prebióticos -psicobióticos- y vea resultados. Se ha reportado que ayudan en algunos casos. En situaciones extremas, un gastroenterólogo o infectólogo, de adultos, o pediátrico, podrá asesorarle e incluso considerar la posibilidad de trasplante fecal, que es un procedimiento que debe manejar un experto. Cuiden las mujeres su flora vaginal: llevan el timón más de lo que parece. ¿Se acuerda de Ratatouille bajo el tocado del cocinero novato, dirigiéndolo desde el anonimato? Así nuestra flora bacteriana, aunque a veces la sopa no sale tan buena. ola, Silvia. Te comparto el artículo "Aprendizaje digital". Gracias y saludos Aprendizaje digital. Por Pedro Chavarría. El Disector. 1 VII 25
Aprender es una actividad fundamental en la vida de muchos seres vivos, pues permite ajustarse al medio en que cada individuo se desenvuelve. Muchos seres vivos del reino animal vienen “programados” para comportarse del modo más seguro posible y procurarse sustento, refugio y reproducción, a través de los instintos. El humano también cuenta con algunos instintos, pero la mayor parte de nuestro cerebro está “libre”, lo que nos hace muy bien dotados y dependemos del aprendizaje para llenar esos grandes huecos, que, cucarachas, ratones, perros y demás fauna, tienen resuelto con el comportamiento instintivo.
Aún los canes callejeros tienen “espacio cerebral libre” para aprender y adoptan conductas que revelan una mejor adaptación; la presión del medio los obliga a aprender para sobrevivir, que, a fin de cuentas, de eso se trata: de sobrevivir/vivir mejor. De otro modo no tendríamos que aprender, pero este mundo, el natural, y el que hemos creado los humanos, para bien y para mal, requieren que aprendamos cosas nuevas a fin de procurar el sustento y ciertas comodidades que nos hagan la vida más fácil.
Desde los primeros homínidos humanoides, se ha evidenciado el aprendizaje a través de utensilios fabricados para el uso diario, como hachas de mano, vasijas y adornos de todo tipo. En especial destaca la primera herramienta primitiva. Una simple piedra, quizá parcialmente afilada, usada para raspar la carne pegada al hueso que dejaban los grandes predadores tras consumir sus presas. Se calcula que el cerebro humano creció y se sofisticó tras el consumo de carne en la dieta, carne extraída de los huesos dejados como restos de presas devoradas, en tanto el humano primitivo aprendía a cazar por sí mismo, sin tener que robar restos.
Recientemente trataron varias personas de fabricar un hacha de mano y unas puntas de flecha y les costó bastante trabajo; tuvieron que aprender y tardaron en igualar lo que humanos primitivos dominaban. Mucho hay por aprender, entonces, en el pasado remoto y ahora. Cada vez que nos enfrentamos a algo nuevo, hay que aprender, es decir, descubrir un mejor modo de obtener resultados satisfactorios. La vida os presenta una serie de situaciones nuevas que se interponen en la consecución de los resultados que queremos, sin importar si estos en realidad nos convienen, o no. Obstáculos, problemas, soluciones, pero en medio, el aprendizaje.
Inicialmente, el aprendizaje es por imitación, como se ha demostrado en grupos de chimpancés y otros simios, y como seguramente fue entre humanos en el pasado remoto: uno, por casualidad, por ensayo y error, fue adquiriendo destrezas que otros imitaron, y ya está: los primeros maestros, si bien, involuntarios. Posteriormente l práctica deliberada de dejar ver a otros lo que uno hace y cómo lo hace, estuvo ceñida a los vínculos familiares, donde los padres enseñan a los hijos las habilidades básicas para sobrevivir. La casa como la primera escuela y los padres y abuelos como primeros maestros, pero siempre, el aprendizaje.
Cuando aparecieron necesidades más complejas y los padres ya no necesariamente podían cubrirlas, aparecieron maestros profesionales y escuelas, pasando antes por la enseñanza tutelar informal a través de la relación entre expertos y aprendices, también, eventualmente rebasados por las necesidades cada vez más complejas de los trabajos especializados. De uno u otro modo se fue imponiendo la necesidad de escuelas y maestros y cada vez más tiempo para lograr las destrezas y habilidades necesarias, al grado de extender años y años y formalizar y uniformar los cursos necesarios, graduados y consecutivos. Al momento actual esto puede bien implicar entre 16 y 22 años para lograr las competencias necesarias.
Aprender es una actividad institucionalizada, reglamentada y vigilada desde las estructuras gubernamentales, que certifican, vía credencialización, la idoneidad de la formación académica de quienes aspiran a ser reconocidos, contratados y/o facultados, para ejercer un trabajo, sin perjuicio de tener que cursar actualizaciones periódicas, de modo que los usuarios tengan las mejores garantías de satisfacción. Hemos caído en la cuenta, que para aprender hay que empezar por jugar, imitar y repetir. Una vez logrado cierto nivel básico, hay que aprender a leer y de ahí en adelante, mucho es lo que recargamos en esta actividad fundamental.
Leer es prácticamente indispensable, pero no lo es todo. Es decir, es necesario, pero no suficiente. Es una muy buena herramienta para aprender, sobre todo si se domina ampliamente, porque leer tiene varios grados de dominio, descartado el básico, que solo sirve para ligar y descifrar letras en palabras, pero no garantiza la comprensión. Una vez lograda esta, se espera que todos los alumnos aprendan a través de la lectura, para eso tenemos infinidad de libros, básicamente textos, llenos de palabras.
Por desgracia, no todos tenemos ni la misma competencia, ni la misma apetencia por la palabra escrita. Por otra parte, no todo se aprende solo leyendo; la parte complementaria siguiente es hacer. Es necesario hacer cosas, pasar de lo explicado en palabras a ejecutar cosas materiales. Cocinar, efectivamente, la receta estudiada, ejecutar la obra musical, armar la estructura descrita, en fin, manipular diversas cosas y obtener resultados. Es necesario aprender no solo conceptos, sino cosas físicas, objetos tridimensionales, que en los libros se muestran en solo dos dimensiones.
Pasar del plano bidimensional al tridimensional requiere un esfuerzo de imaginación y decodificación, para el que pocas veces preparamos a nuestros alumnos. Esperamos que por sí mismos pasen del papel a imaginar el objeto real, para que cuando lo tengan realmente ante sí, lo reconozcan y lo sepan manipular, desarmar, rearmar, componer, modificar y mejorar. Pero esto no siempre se logra. Los exámenes escolares descansan en muchos casos, más en la exploración teórica, más que práctica, aun en carreras de las que se espera alto desempeño manual, aunque parezca poco creíble. Confiamos demasiadas tareas a la lectura.
Tras esta larga introducción, quiero enfocarme ahora en el aprendizaje digital, anunciado en el título. Ahora lo digital ha cobrado un significado de lujo, y se refiere muy frecuentemente a aquello que logramos con procesamiento computacional y viene de codificación en dígitos, básicamente ceros y unos. Aquí, quiero ir a un significado anterior, más humilde pero también más básico, de donde emergió este más nuevo y sofisticado. Me refiero a dígito, de dedo.
Creemos generalmente que el que aprende es el cerebro, vía lo que le llega por los ojos y los oídos, pero dejamos fuera al olfato, gusto, y sobre todo, el tacto. Tocar, con los dedos, cuyas yemas son unas de nuestras partes más sensibles, es muy importante en muchos ámbitos. Baste preguntarles a músicos, pintores, escultores, cirujanos y otros. En muchas disciplinas las manos “aprenden” a moverse por sí mismas, guardan memoria acerca de la precisión de sus movimientos y se mueven por sí mismas, sin necesidad de ponerles atención, como nos muestra un pianista, que al tiempo que toca, canta, baila y atiende a otros miembros del grupo, en tanto confía a las manos que hagan lo aprendido.
Con frecuencia es necesario memorizar partes de una pieza compleja, con muchos detalles importantes, que, o son puntos de referencia, u objetivos mismos de ciertas maniobras y se confían a la ilustración todos los detalles en una o varias fotografías, o esquemas, pero básicamente bidimensionales y absolutamente planos. Hay estructuras compuestas por múltiples partes y, por bien ilustradas que estén, es complicado recordarlas, en tanto que representan nombres de elementos. El texto puede ser todo lo detallado que se quiera, y esto es muy importante, pero representa un escollo para los estudiantes.
Con frecuencia, los libros enumeran y hacen referencia a las figuras, esquemas y fotografías que muestran lo citado, sin embargo, a veces los señalamientos no son lo precisos que se requiere, o tienen limitaciones, como en el caso de las flechas, recurso muy usado. “La flecha muestra…” y el lector puede tener la duda de si se refiere estrictamente a ese punto, o hasta dónde se extiende aquel elemento, o surgen imprecisiones para identificar confiablemente, el objeto cuando aparece en sitios diferentes.
El uso de esquemas que simplifiquen la complejidad que representa una fotografía, con sus claroscuros y perspectivas, es muy importante, pues el aislar los elementos de interés, permite ver patrones antes ocultos parcialmente. Entonces, ya no es necesario recordar nombres, sino “fotografiar” mentalmente el cuadro completo, y de ser posible, volver al esquema un grabado con bajorrelieve, de modo que sea posible recorrer una ruta, arbitraria si se quiere, pero capaz de dejar profunda huella. Ya no solo tendremos que recordar palabras, muchas veces extrañas, sino ver diagramas y recordar, con el dedo, la ruta seguida para abarcar todos los elementos. Cada cambio de dirección y hasta de longitud y orientación serán puntos clave que la mano y el dedo podrán recordar y servirán de guía para el aprendiente.
Ensayemos convertir textos en imágenes, e imágenes en textos. En muchas ocasiones las imágenes son parte del texto, pero las ignoramos. Más que verlas, resulta muy útil estudiarlas, redibujarlas, sea calcándolas sobre un papel sobrepuesto, sea recorriéndolas con el dedo -aprendizaje digital-, incorporando datos tridimensionales, de modo que el dedo suba y baje pendientes. El recorrer estos detalles es más importante de lo que parece, pues agrega un recurso adicional. Un acetato sobre la imagen; dibujarla con plumón y agregar a mano etiquetas y notas, colores, claves. Todo esto transforma una imagen ajena en una propia que no se olvida. Mejor aún si agregamos volúmenes con cartón, plastilina, estambres, hilos, alambres, pegatinas, de modo que podamos crear esculturas propias a partir de imágenes planas. Una hoja simple y plana puede ganar volumen, colores, claves, recordatorios, guías, rutas de abordaje, en fin, cobrar vida propia y al ser creación personal, resulta imborrable.
Es mucho más útil capturar y disecar punto por punto una imagen que nos hayan dado, sin pasar por alto ningún detalle, tratando de comprender cada parte: ¿por qué está ahí (causa), qué significa, qué implica (consecuencia), qué importancia tiene, cómo se relaciona con otras partes, es parte de un sistema y/o subsistema, existe una ruta crítica de abordaje que nos esclarezca cómo llegar a ella, la podemos relacionar con otros temas, se puede complementar, se puede simplificar, se puede enriquecer, se puede transformar, la puedo asociar con otras variables que sean significativas para mí, es prescindible, qué papel juega en la estructura del tema, cómo se podría relacionar con temas subsecuentes? En fin, cada imagen, ajena o propia, se puede trabajar y este será un tiempo mucho mejor empleado que el que invertimos en repetir y tratar de recordar. Se trata de que el recuerdo sea una consecuencia de haber comprendido y trabajado nuestro esquema, y no un objetivo primario. Primero, comprender. El recuerdo viene solo. Apliquemos recursos digitales, de dedo, más que de dígito.
Esta es opinión personal del columnista