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DAVID VALLEJO CÓDIGOS DEL PODER |
15 Mar 2025
Escuché en un podcast que producir una camiseta de algodón requiere más de 2,700 litros de agua. Me pareció una exageración, una de esas cifras infladas para impactar al público. Pero la idea quedó en mi cabeza y decidí investigar. Solo era cierto, sino que la realidad era aún más brutal: fabricar un par de jeans puede consumir más de 10,000 litros, lo suficiente para abastecer a una persona durante diez años, según un informe de WWF en 2017.
Este dato, tan simple y al mismo tiempo tan demoledor, me llevó a desarrollar esta columna. Porque si algo tan cotidiano como una prenda de vestir tiene un impacto ambiental descomunal, significa que nuestra atención ha estado en el lugar equivocado. Nos educaron para preocuparnos por apagar las luces y cerrar la llave del agua, pero jamás nos dijeron que la industria de la moda es responsable de aproximadamente el 10% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, superando incluso al sector de la aviación y el transporte marítimo combinados. Nos han enseñado a sentir culpa por usar un popote de plástico, pero jamás por consumir productos que destruyen ríos enteros.
El cambio climático y la contaminación suelen presentarse como fenómenos que ocurren en abstracto, como si fueran catástrofes naturales y no la consecuencia directa de un modelo de vida insostenible. Estamos ante un sistema diseñado para explotar sin límites y para mantenernos consumiendo sin cuestionar.
Señalar al transporte como el gran villano ambiental es un error. Un estudio de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en 2013 concluyó que la ganadería es responsable del 14.5% de todas las emisiones globales de gases de efecto invernadero, más que toda la industria del transporte combinada. El metano producido por las vacas tiene un efecto invernadero 80 veces más potente que el CO₂ en un periodo de 20 años, según el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC). Y mientras los gobiernos debaten si prohibir los autos de combustión interna, los consumidores siguen llenando su carrito de supermercado con carne considerando que cada kilo de res requirió hasta 15,400 litros de agua para producirse.
La narrativa ambiental suele enfocarse en lo más sencillo: reciclar, usar bolsas reutilizables, reducir el uso de plásticos de un solo uso. Todo eso ayuda, pero el verdadero problema está en lo que jamás se menciona. No se habla del desperdicio de agua en la industria textil, del daño ecológico del fast fashion o del costo real de la comida que llega a nuestras mesas.
La ropa barata tiene un precio altísimo para el planeta. Según la ONU Medio Ambiente, cada año la humanidad produce más de 400 millones de toneladas de plástico, de las cuales solo el 9% se recicla. Buena parte de este desperdicio proviene de la moda desechable: camisetas, pantalones y abrigos producidos a bajo costo con materiales sintéticos que terminan en vertederos o, peor aún, en el mar. El microplástico ya está en todas partes: un estudio del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) en 2019 reveló que cada persona ingiere en promedio cinco gramos de microplástico a la semana, lo suficiente para tragarse una tarjeta de crédito entera sin darse cuenta.
Las cifras sobre agua no se quedan atrás. La organización Water Footprint Network informó en 2020 que producir un litro de leche de almendra requiere 3,700 litros de agua, lo que la convierte en una alternativa menos ecológica de lo que muchos creen. Las hamburguesas de carne, tan comunes en la dieta moderna, demandan el equivalente al consumo de agua de tres meses de duchas. Y, sin embargo, los supermercados siguen llenos de productos cuyo impacto ambiental ha sido deliberadamente ocultado a los consumidores.
La minería de criptomonedas ha añadido una nueva capa de absurdo a esta crisis. Un informe del Cambridge Centre for Alternative Finance en 2021 reveló que Bitcoin consume más electricidad al año que países enteros como Argentina o los Países Bajos. En un mundo donde millones de personas siguen sin acceso a energía básica, la especulación digital ha logrado consumir más recursos que muchas industrias esenciales.
Estas cifras plantean una pregunta fundamental: ¿cómo es posible que esto siga ocurriendo? La respuesta está en la educación. Nos enseñaron a memorizar datos pero jamás a entender el impacto ambiental de los productos que usamos a diario. En la escuela se habla de reciclar, pero rara vez se cuestiona por qué ciertos productos siguen fabricándose cuando su impacto es descomunal.
Las políticas públicas pueden cambiar esta situación. Algunos países han impuesto impuestos ambientales a productos altamente contaminantes, como los plásticos de un solo uso. Siguiendo esa lógica, la carne roja podría ser gravada con algún impuesto ambiental. La industria textil podría estar sujeta a regulaciones que eviten la producción masiva de ropa desechable, obligando a las marcas a pagar por el daño ecológico que generan. El precio de los productos podría reflejar su costo real para el planeta, lo que cambiaría la manera en que consumimos.
El modelo económico actual está basado en la explotación sin límites. Se extraen recursos a una velocidad que impide su recuperación, se promueve un consumo impulsivo que genera más desperdicio del que el planeta puede soportar. Hace falta un replanteamiento profundo sobre cómo vivimos y qué valoramos.
La Tierra tiene una capacidad impresionante de recuperación. Después de cada crisis ambiental, la naturaleza encuentra maneras de restaurarse, aunque esto implique la extinción de especies. La pregunta es si la humanidad podrá adaptarse a los cambios que ha provocado. Esperar a que los gobiernos y las grandes empresas transformen el sistema de producción ha demostrado ser insuficiente.
El cambio pasa por replantear lo que consumimos, exigir regulaciones reales y educar a las nuevas generaciones para que entiendan el impacto de sus decisiones. El verdadero progreso no es producir más, sino hacerlo sin sacrificar el futuro.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA, los gases de vaca y el la ropa desechable lo permiten.
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Scabiosas guindas para Grecia.
Esta es opinión personal del columnista