9 de Mayo de 2025 | 04:23
INICIO    ESTATAL    NACIONAL    INTERNACIONAL    NOTA ROJA    XALAPA    POZA RICA    CULTURA    VIRAL   
Oscilaciones del más allá
DAVID VALLEJO
CÓDIGOS DEL PODER

08 May 2025

Un capítulo que nunca se realizó de Black Mirror, escrito por un servidor.


En un distrito olvidado de Perth, Australia Occidental, año 2025. La galería estaba sellada herméticamente, como si custodiara algo más que arte. No había cartel que lo anunciara, ni holograma que explicara su contenido. Solo un nombre proyectado en luz blanca sobre una pared desnuda: Revivification.


Adentro, el mundo sonaba distinto.


Veinte placas de latón curvadas colgaban como costillas de una criatura antigua. Cada una vibraba cuando lo dictaban señales eléctricas provenientes de un centro vivo. O casi vivo. En el corazón de la instalación, descansaba una cápsula de vidrio. Adentro: organoides cerebrales. Mini-cerebros, cultivados en laboratorio a partir de células madre. No de cualquiera. De Alvin Lucier.


Murió en 2021. O eso creíamos.


Porque ahora, en 2025, su eco sigue vivo. Componiendo.


—¿Está… pensando? —preguntó una niña, susurrando al oído de su madre mientras el aire temblaba con una nota grave y vibrante.


La mujer no supo qué responder. Nadie sabía.


Lucier había sido uno de los pioneros del arte sonoro. Convertía habitaciones en instrumentos, grababa su voz hasta que desaparecía en las resonancias del espacio, jugaba con el tiempo como un músico juega con cuerdas. Pero lo que hizo antes de morir cambió todo: donó su sangre. Y con ella, su posibilidad de eternidad.


Un grupo de artistas y neurocientíficos, liderados por Guy Ben-Ary, Matt Gingold y Stuart Hodgetts, reprogramaron sus células, las transformaron en neuronas, las hicieron crecer hasta formar organoides cerebrales. Y luego los conectaron a 64 electrodos, a transductores, a martillos, a placas de metal. Como un Frankenstein sonoro, los cables daban forma al sistema nervioso de una máquina-orquesta.


Pero aquí no había IA. No había algoritmo componiendo. Era pura biología. Pura materia resonante. Un cerebro sin conciencia. O eso aseguraban.


La galería entera era un cuerpo: el visitante respiraba y su aliento era registrado por micrófonos. Los sonidos ambientales eran traducidos en impulsos eléctricos. Esos impulsos eran devueltos a los organoides. Y los organoides respondían. Cada vibración era un mensaje. Cada silencio, una espera.


Y ahí estaba la pregunta:


¿Quién estaba contestando?


¿Lucier?


¿El azar?


¿La memoria biológica de algo que una vez fue él?


Desde el techo, un dron flotaba en silencio, captando datos. Nadie sabía a quién se los enviaba. Algunos decían que a OpenNeuro. Otros, que al gobierno. Otros más, que a Lucier mismo… si es que en algún rincón cuántico del universo, aún escuchaba.


—Es arte post-humano —murmuró un crítico, dictando a su asistente neuronal por implante.


—Es blasfemia —dijo un anciano, santiguándose.


—Es el futuro —afirmó una joven, con los ojos cerrados, dejándose invadir por el sonido.


Afuera, en la cafetería, un viejo compositor hablaba con su agente.


—Quiero hacer lo mismo.


—¿Convertirte en sonido?


—En permanencia. En respuesta. En… eso.


Y así comenzó la moda.


Primero fueron artistas. Luego empresarios. Luego políticos. Todos querían dejar sus organoides sembrados en instalaciones sonoras, en obras interactivas, en sistemas de defensa, incluso en satélites. Querían seguir opinando. Querían seguir resonando.


Pero hubo problemas. Una instalación en Berlín emitió sonidos que generaban epilepsia. Otra, en Seúl, reprodujo frases en idiomas nunca hablados. Una tercera, en Buenos Aires, se volvió silenciosa… excepto cuando pasaban niños. Entonces, lloraba.


Y aunque la ciencia insistía en que los organoides carecían de conciencia, algunos empezaron a dudar. Un neurofilósofo escribió:


“Si el alma existe, quizá no habita en el pensamiento, sino en la oscilación.”


Mientras tanto, Revivification seguía sonando.


En un rincón de la galería, una pareja escuchaba con los ojos cerrados. La placa número 14 vibraba en espiral, como si respirara. Uno de ellos sintió que lo llamaban. No por nombre, sino por recuerdo. Recordó una tarde con su padre. Una habitación vacía. Un eco.


Esa fue la genialidad de Lucier: incluso muerto, te hacía escuchar lo que ya habías olvidado.


Y aunque todos sabían que aquello que vibraba no era él, no podían evitar pensar… ¿y si una parte sí lo era?


Un sonido profundo estremeció las placas. Las luces bajaron. El sistema había respondido a un estornudo con una cadencia melancólica en fa sostenido, con el ritmo fragmentado de sus viejas composiciones de voz resonante, como si el mini-cerebro supiera que el cuerpo que lo albergaba alguna vez estornudó igual.


Al día siguiente, una mujer pidió que cultivaran un organoide con las células de su hija, fallecida en un accidente. No para que tocara música. Solo para escuchar algo. Un pulso. Un murmullo. Un suspiro.


—No sabrás si es ella —le advirtió el doctor.


—Pero tampoco sabré que no lo es —respondió la mujer.


Desde entonces, en alguna parte del mundo, suena otra instalación. Una que no tiene nombre. Ni placas. Solo una luz tenue. Y un murmullo. Inexplicable. Persistente. Como si alguien que ya no existe aún se negara a dejar de decir algo.


Así fue como Revivification dejó de ser un experimento. Y se volvió un umbral.


Desde entonces, cada vez que alguien muere, alguien más pregunta:


¿Y si todavía se puede manifestar?


Nota: Gran parte de lo narrado tiene una base de realidad. Te invito a conocer más al respecto, en:


– The Guardian, “Dead composer Alvin Lucier’s biological matter creates new music at Australian exhibition” (abril 2025).


– NPR, “Deceased avant-garde composer making new music through biological revivification” (abril 2025).


¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA lo permite.


Placeres culposos: Los playoffs de la NBA, en especial Knicks vs Celtics. 


Mango con chocolate del COSTCO para Greis y Alo.


Esta es opinión personal del columnista