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DAVID VALLEJO CÓDIGOS DEL PODER |
24 Jul 2025
El universo, en su escala más vasta, se comporta como una gran evasiva: brilla donde quiere, se oculta donde importa, y se expande sin explicar hacia dónde. En ese escenario de misterio, el telescopio Vera C. Rubin más que cerrar interrogantes, pretende organizarlas. Su función no es la de encontrar respuestas finales, sino la de registrar, con precisión y sin descanso, aquello que no podemos ver.
La primera imagen que ofrece este telescopio más que una fotografía es un acto de intención. Porque no se construyó para mirar estrellas. Se construyó para capturar la estructura del universo entero en movimiento, durante años, con una precisión que hasta ahora solo existía en la imaginación de los astrofísicos.
Y lo hará con una arquitectura única: un espejo de 8.4 metros, una cámara de 3,200 megapíxeles, y un campo de visión tan amplio que podrá cubrir todo el cielo visible desde el hemisferio sur cada tres noches. Durante una década completa, tomará una película del cosmos, cuadro por cuadro, para entender cómo se deforma, cómo se curva, cómo aparecen cosas nuevas y cómo desaparecen otras sin dejar huella.
Su misión, sin embargo, no es cosmética. No se trata de ver el cielo con más detalle, sino de encontrar las huellas matemáticas de la materia oscura y los efectos expansivos de la energía oscura. Ambas componen el 95% del universo, y hasta ahora sabemos que existen por lo que provocan, no por lo que son. Vera Rubin a quien debe el nombre telescopio, fue quien, décadas atrás, demostró que las galaxias giraban como si tuvieran masa escondida. Vera Rubin, el telescopio, viene ahora a cartografiar esa masa con datos, con lentes gravitacionales, con estadísticas galácticas que, analizadas por algoritmos, podrían alterar para siempre la física moderna.
Pero hay algo más: lo que este telescopio está a punto de ofrecernos es la cronología del cambio. No del universo estático, sino del cosmos que muta. Nos permitirá ver supernovas en tiempo real, observar colisiones, seguir asteroides que giran cerca de la Tierra sin haber sido catalogados, detectar objetos que aparecen por segundos y luego se esfuman. El cielo, por primera vez, dejará de ser una postal y se convertirá en historia misteriosa por contar.
Las implicaciones son múltiples. En lo científico, Rubin será el gran proveedor de datos para quienes intentan unir la relatividad con la mecánica cuántica, para quienes modelan el universo temprano, para quienes buscan señales de curvaturas que indiquen otras dimensiones. En lo tecnológico, impulsará avances en análisis masivo de datos, procesamiento automatizado de imágenes y visualización astronómica en tiempo real. En lo filosófico, reinstala una pregunta elemental: ¿por qué existe algo y no simplemente el vacío? Y en lo existencial, nos confronta con una certeza silenciosa: el universo está hecho, en su mayoría, de cosas que no entendemos, pero que nos contienen.
En un tiempo donde se tiende a suponer que todo es predecible, que todo puede modelarse, el telescopio Rubin recuerda que todavía hay regiones donde reina el asombro. Porque ver galaxias lejanas deformadas por cúmulos invisibles es, al mismo tiempo, un acto de precisión científica y un gesto poético: el universo se curva porque algo, oculto, lo abraza.
Y quizás lo más extraordinario es esto: la misión del Rubin será ejecutada por una máquina, pero la pregunta es humana. La tecnología permitirá generar 20 terabytes de información por noche, pero quien decide qué mirar, cómo interpretarlo, y por qué buscar patrones en la oscuridad, es una especie que alguna vez miró el cielo con los ojos desnudos y sintió algo parecido al vértigo.
Así funciona el progreso: pasamos del mito a la matemática sin abandonar el asombro. Y el telescopio Rubin será, durante la próxima década, nuestro instrumento de asombro más preciso. No nos dirá si estamos solos. Pero nos mostrará cuán compleja, acelerada y profundamente inexplicable es la realidad donde existimos.
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Esta es opinión personal del columnista