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DAVID VALLEJO CÓDIGOS DEL PODER |
03 Feb 2025
Y por cierto, los aranceles que anunció Donald Trump, se ponen en pausa un mes y se establecen acuerdos entre el gobierno de México y de EE.UU.
Este fin de semana fui a ver la película de “un perfecto desconocido” con el escepticismo del que ha visto demasiados intentos fallidos de capturar el espíritu inaprensible de un genio. Y sin embargo, la película superó mis expectativas. La actuación de Timothée Chalamet no solo es brillante, es un fenómeno en sí mismo: el tipo no imita a Dylan, lo encarna. Se mueve entre la fragilidad de un poeta beat y la arrogancia de un predicador folk, entre la astucia de un vendedor de biblias y la enigmática figura de un profeta desorientado.
Pero si Chalamet es un torbellino de contradicción y genio, Monica Barbaro como Joan Báez es un reflejo magistral de la otra gran protagonista de la historia: la voz femenina que, en un principio, pareció darle alas a Dylan antes de que él decidiera volar solo. La escena en la que ambos cantan It Ain’t Me, Babe es una obra maestra en sí misma. Es un duelo disfrazado de dueto. La canción nunca ha sido una simple balada de amor, sino una despedida cruel, un “no soy lo que esperas de mí”, con Báez brillando en una interpretación que destila dignidad herida. Es el eco de su historia juntos: Báez descubrió a Dylan cuando nadie creía en él y, cuando el mundo por fin le prestó atención, él la dejó atrás sin mirar atrás. Es una de las grandes ironías de la música: la reina del folk, desplazada por el mismo hombre que ayudó a coronar.
Salí del cine con la sensación de haber vuelto a descubrir a Dylan, y eso, para alguien que lo ha escuchado con la misma devoción con la que otros leen escrituras sagradas, es un milagro. Porque junto con los Beatles, Bob Dylan es mi artista favorito. Pero mientras los Beatles fueron un estallido de colores, una revolución a plena luz del día, Dylan fue un fantasma recorriendo los márgenes de la música, un iluminado que nunca dejó que lo encasillaran en un solo molde. Su historia es la de la contradicción elevada a arte.
Bob Dylan no escribió canciones: esculpió evangelios en guitarra y armónica. Escribió con la rabia de un visionario y la desesperación de un amante. Escuchar Blowin’ in the Wind por primera vez es como oír un viejo testamento con guitarra. A Hard Rain’s A-Gonna Fall es un Apocalipsis tan visceral que uno siente que llueve pólvora cuando la escucha.
Y entonces, cuando todos pensaban que Dylan era el mesías del folk, el tipo electrificó su guitarra y se convirtió en otra cosa. En un forajido, un traidor, un hereje para los puristas. Fue abucheado en Newport cuando se enchufó a un amplificador y sacudió el folk con Like a Rolling Stone, seis minutos de desprecio y poesía en una de las canciones más grandes de la historia.
Dylan no solo cambió la música: la destruyó y la reconstruyó a su antojo. Se reinventó tantas veces que dejó de ser un artista y se convirtió en un mito.
Es imposible hablar de Dylan sin hablar de su misterio. Porque Dylan no se deja atrapar. Una vez, en una entrevista, le preguntaron si él era Bob Dylan. “Bob Dylan es un personaje”, dijo. Y es cierto. Robert Allen Zimmerman se inventó un nombre, se inventó un acento, se inventó una historia. Mintió sobre su pasado tantas veces que ni él mismo debe saber qué es cierto y qué no.
Lo vimos convertirse en un crooner en los 70, en un predicador cristiano en los 80, en un sobreviviente en los 90. En los 2000, se volvió un viejo lobo de carretera con la voz destrozada, pero con más esencia que nunca. ¿Cómo llamarlo? ¿Un chamán del blues? ¿Un titiritero de palabras? ¿O simplemente un hombre que entendió que la música, como la vida, solo es verdadera cuando se transforma?
Dylan es el ADN de toda la música que vino después. Sin Dylan, no hay Springsteen. No hay Tom Waits. No hay U2. No hay Leonard Cohen. No hay Johnny Cash en su etapa más oscura. No hay rock de protesta. No hay rap poético.
Dylan es tan grande que ganó el Nobel de Literatura y ni siquiera le importó recogerlo. Porque Dylan nunca necesitó premios. Él no escribe para ganar nada, escribe porque las palabras lo persiguen como sombras.
Su música es un viaje a través del siglo XX y más allá. Desde el folk de protesta de The Times They Are A-Changin’, pasando por el surrealismo eléctrico de Subterranean Homesick Blues, hasta la melancolía devastadora de Tangled Up in Blue, Dylan ha sido un testigo del tiempo. Ha cantado sobre la guerra, sobre la injusticia, sobre el amor, sobre la muerte, sobre Dios. Y siempre lo ha hecho con la certeza de que todo lo que hoy nos parece importante, mañana no será más que polvo en el viento.
Si Chalamet logra en Un perfecto desconocido capturar algo de todo esto, es porque Dylan es más que un hombre: es una energía. Es la voz rasgada de una generación que se negó a ser domesticada. Es la prueba de que la música puede ser una revolución en sí misma.
Y entonces, cuando creemos que lo entendemos, Dylan desaparece. Se oculta detrás de un sombrero, se sube a un tren, deja que otros hablen por él. Es un profeta sin iglesia, un Dios sin religión.
Pero hay algo más: Dylan no se ha detenido. Sigue siendo un genio inagotable, aunque la música ya no sea su único medio de expresión. Se ha sumergido en el arte visual con la misma obsesión con la que alguna vez reinventó el folk. Sus esculturas hechas con fierros viejos son un testimonio de su fascinación por los objetos olvidados, por la historia que hay en la ruina. Y sus pinturas han evolucionado con el tiempo, ganando en técnica, en profundidad, en esa cualidad etérea de sus canciones.
Dylan no se detiene. Sigue viendo el mundo con ojos nuevos. Sigue creando, sigue destruyendo, sigue riendo a medias mientras el resto del mundo intenta descifrarlo.
Es Bob Dylan. Y eso basta. Ojalá los X, Y, Z se den la oportunidad de descubrirlo.
Menos autotune y más poesía, menos perreo y más historias que trasciendan, menos cadenas de oro y más metáforas inteligentes. En resumen: Menor ruido y más revolución.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos próximamente si los IA y los puristas del folk lo permiten.
Placeres culposos. Los grammys bien valieron la pena y es semana de superbowl y con eso basta.
Playlist de Bob Dylan: Like a Rolling Stone, Blowin’ in the Wind, Tangled Up in Blue, Don’t Think Twice, It’s All Right, A Hard Rain’s A-Gonna Fall, Visions of Johanna, Hurricane, It Ain’t Me Babe, The Times They Are A-Changin’, Forever Young, Shelter from the Storm, Mr. Tambourine Man, Knockin’ on Heaven’s Door, Desolation Row, Make You Feel My Love
Chocolates para Greis.
Esta es opinión personal del columnista