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PEDRO CHAVARRÍA DISECTOR |
14 Jul 2025
Según la Real Academia de la Lengua Española, Infame es aquel “que carece de honra, crédito y estimación”. Aunque hay otras acepciones, me ceñiré a esta para desarrollar una serie de ideas y conceptos acerca del tejido adiposo, más conocido como “grasa”, de donde se derivan, por usos y costumbres, otros adjetivos igual de infames, como “grasiento” y “gordura”, que se asocian con algo que causa repugnancia o rechazo. Como habremos de ver, el tejido adiposo ha sido injustamente vilipendiado.
En otros tiempos el acúmulo de grasa no era tan mal visto, y por el contrario, era valorado y apreciado, también injustamente, como un signo de salud, y hasta de opulencia. Baste recordar los desnudos de Rubens para corroborar lo que ahora diríamos que son mujeres definitivamente obesas, robustas, por decir lo menos; que, ante cuerpos actuales, sobre todo femeninos, son vistos con horror, también injustificadamente.
El caso es que nos habíamos habituado a ver personas con sobrepeso y obesas como algo muy normal. Hay que decir que, efectivamente, puede ser normal; en algunos grupos étnicos, como los indígenas Pima, las complexiones pueden ser más robustas. En toda sociedad humana encontramos diferentes cuerpos, desde muy delgados, hasta otros más redondeados por la grasa, con influencias genéticas, por lo que tampoco es justo que pidamos a todos que sean delgados.
Ha sido en las mujeres sobre quienes ha recaído la mayor presión por la delgadez, si bien en otras épocas ya decíamos que no, y en algunos grupos socioeconómicos de nuestro país, se sigue pensando que una mujer delgada está, o tiende a estar, enferma. Se han encontrado estatuillas prehistóricas, bautizadas como “venus” que muestran lo que ahora sería rechazado por exceso de peso, pero que al parecer exaltan el tejido adiposo, en especial en abdomen y caderas (que hoy llamaríamos “cuerpo de pera”), como probable signo de fertilidad. Ahora vemos las cosas de manera diferente y la obesidad femenina se asocia en realidad, con infertilidad.
Tradicionalmente se ha reconocido al tejido adiposo como un almacén de energía, pues los lípidos, principalmente triglicéridos y ácidos grasos, son fuente importante de calorías cuando se consumen. Se ha reconocido también que es un aislante del frío y que brinda acojinamiento para no exponer el esqueleto a mayores traumatismos. También se reconoce que, gracias a él, el cuerpo de la mujer adquiere las formas valoradas en alta estima por los hombres y las mujeres mismas.
Pero el tejido adiposo es mucho más, y aquí reside la gran importancia que ha cobrado actualmente. Los depósitos de grasa los podríamos entender como un banco donde depositamos nuestros ahorros, para, llegado el caso, disponer de ellos. Solo que es un banco muy peculiar: recibe todo lo que le quieran depositar, de modo que si se ingieren más carbohidratos (azúcares y harinas) de lo que llegamos a consumir, o si se abusa de las propias grasas y hasta de las proteínas, todo se convierte en ácidos grasos y se deposita allí donde no queremos, ni mujeres, ni hombres: en abdomen, cuello, cara, nalgas (que así se aman) y, peor aún: dentro del abdomen. Ese banco guarda todo lo que nos sobra (lo que comemos de más), pero cuando queremos hacer retiros, se resiste a devolvernos lo invertido.
El peor depósito bancario que le hacemos al banco de la adiposidad, es el que va alrededor de los órganos abdominales: intestinos y riñones, sobre todo. Se ejerce presión sobre los órganos, pues hay que hacer espacio para los depósitos nuevos. Los riñones en especial, resultan perjudicados, pues normalmente ya están rodeados por un cojín graso, si los depósitos son abundantes, este se expande; resultado: compresión renal desde fuera. El aparato funcional del riñón, encargado de eliminar por la orina desechos (urea y creatinina, entre otros), se ve comprometido.
Cuando el tejido adiposo comprime desde el exterior, reduce el flujo de sangre que le llega al riñón y los mecanismos automáticos de este, interpretan que hace falta más sangre, más presión, y se liberan sustancias que elevan la presión arterial en un intento de corregir esa falta de riego, en realidad debida a compresión de la arteria renal por el exceso de ahorros adiposos. Resultado: ahora el paciente es hipertenso. Ya tiene encima al “asesino silencioso”. Y ya tenemos la primera medida para bajar nuestra presión arterial: bajar de peso a través de comer mejor y hacer un poco de ejercicio.
Cuando los lípidos empiezan a ser muy abundantes, porque la ingesta de alimentos y productos chatarra es muy alta, el banco de la adiposidad no se da abasto e inunda al cuerpo con liquidez: abundan los recursos energéticos en forma de grasas circulantes (hiperlipidemia, colesterol “malo” circulando, listo para gastarse), pero el exceso de comida y la baja actividad (estilo de vida sedentario), no hace posible gastarlo, de modo que ni se consume, ni se devuelve a donde estaba depositado, hay que guardarlo bajo el colchón, pues el banco ya no maneja bien tanto depósito.
Los ahorros bajo el colchón ya sabemos que no son recomendables. Caricaturizando, podemos imaginar que los fajos de billetes bajo el colchón lo vuelven incómodo: son bultos que lastiman y no dejan dormir a gusto. Pues bien, esos fajos de billetes subcolchonianos, son en realidad, placas ateromastosas en el interior de nuestras arterias. Imagine una cañería obstruida por sarro y tapones de grasa y tendrá una buena idea. Por desgracia, unas de las arterias que más se obstruyen son las que irrigan y nutren al propio corazón, de modo que, aunque trabaja incansablemente segundo a segundo, no le llega sangre ni oxígeno suficiente.
Cuando a nuestro corazón le exigimos esfuerzos, como caminar de prisa o correr, o subir escaleras, no tiene los recursos para bombear más sangre a las piernas, por ejemplo, y empieza a dolerse. Sí: angina de pecho, aviso de que está en serios problemas y puede infartarse, es decir, morir una parte de este, y como todo él es bomba, pues si se recupera quedará parcialmente incapacitado de por vida y habrá que llevar un buen plan de rehabilitación. Imagine que podría perder un 30% de su capacidad funcional. Nada conveniente.
Todo lo dicho hasta ahora resulta de haber hecho demasiados depósitos al banco de la adiposidad, pero no todo es así de fácilmente condenable. Comemos según aprendemos, desde niños; es un contexto familiar y cultural. El sistema, en buena medida la mercadotecnia, nos acostumbra y nos orilla a consumir lo que más deja ganancias a los productores, y eso es la chatarra y endulzantes que resaltan sabores. Aprendemos a comer mal y lo hacemos hasta llegados unos cuarenta años, y entonces nos dicen “Ya no, lo que comías ya no lo comas, tus ahorros adiposos los vas a tener que gastar pronto; ponte a hacer ejercicio”. No es nada fácil romper hábitos de 40 años, o más. Es un problema educativo y político.
A los políticos les corresponde vigilar qué clase de alimentos nos ponen a disposición y qué clase de publicidad exalta qué conductas alimentarias, así como la higiene en el trabajo, para que haya lugar a un poco de ejercicio dentro y/o fuera de la jornada, sin descuidar lo que se les enseña a los niños en la escuela.
Volviendo al mal juzgado tejido adiposo, sabemos desde hace unas décadas, que en realidad es un órgano endócrino, es decir, produce hormonas, como la glándula tiroides y el páncreas. En realidad, es un regulador central del metabolismo, y buena parte de este viene representado por el control del azúcar y lípidos en sangre y tejidos. De su descontrol nos resultan diabetes, hipertensión arterial, aterosclerosis, hígado graso y propensión al cáncer, entre otros males.
Cuando los adipocitos (células del tejido adiposo) aumentan de tamaño y se multiplican, es como abrir más grandes y nuevas sucursales del banco, aun en lugares inconvenientes y hasta prohibidos (imagine bancos en medio de la calle, en los parques, iglesias y canchas deportivas), los adipocitos se ven apretados entre sí, comprimen los vasos sanguíneos que los nutren y comienzan a sufrir y van muriendo. Adipocitos muertos de inmediato atraen a los funerarios, que, en su afán de disponer de los cadáveres, invaden al tejido adiposo, es decir, se meten al banco y ocasionan múltiples trastornos: desencadenan inflamación por todas partes y eso se llama “Inflamación crónica difusa de bajo grado”.
La inflación crónica difusa de bajo grado no es como una rodilla que se inflama y duele; ahí solo es la rodilla. Aquí, el escándalo que hacen los funerarios recogiendo cadáveres de adipocitos, despierta a todo el vecindario (el cuerpo entero); sus líquidos “desinfectantes” se riegan por todos lados y molestan. No duele, no se nota, pero por lo bajito, como dirían: “$%&# quedito”, hasta que se nota: diabetes, hipertensión y más. A estas consecuencias les llamamos “Disfunción adiposa”, o “lipotoxicidad”. Nuestro banco de ahorros se ha vuelto tóxico y nos envenena. La sobrepoblación de sucursales está detrás del mal. Y de eso se muere la mayor parte de la gente en todo el mundo.
Muchos tenemos este problema, en mayor o menor grado. Cuando la obesidad es extrema -mórbida- todo esto se acentúa y el desenlace es más estrepitoso. Múltiples estrategias, dietas, ejercicios, cirugías y medicamentos se han intentado y se siguen intentando con éxito variable, pero en realidad, mucho reside en cómo y qué comemos y cuánta actividad física tenemos. El ritmo y las exigencias de vida actual nos orillan a malas prácticas y sus consecuencias, pero hay herramientas para enfrentar el problema.
Todo esfuerzo correctivo y preventivo empieza con la información y la educación de los niños. Busquemos educar a nuestros pequeños para que no se aficionen a los dulces, no los recompensemos con chupones con miel, ni con caramelos, que coman lo más sano posible. No se trata de estigmatizar y prohibir los dulces, sino de evitar su abuso. Si desde niños aprenden a comer bien, lo más probable es que de adultos sean delgados y eviten todos estos problemas. La obesidad infantil, aunque pueda controlarse, ahí queda agazapada, lista para resurgir cuando sean adultos no muy cuidadosos. Estimular la actividad física desde niños, ayuda mucho el resto de la vida.
Ante problemas tan serios como el de la obesidad, todo empieza en la educación infantil. El estilo de vida es lo que nos ha traído a donde estamos, y eso, seguro que se puede corregir, sin importar la edad, ni las condiciones físicas. Buena comida, nutriólogos y ejercicio moderado, hasta en casa -bicicleta fija, gimnasio en silla, o caminar-, pueden hacer una gran diferencia.
Esta es opinión personal del columnista