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DAVID VALLEJO CÓDIGOS DEL PODER |
30 Jul 2025
Cuando apareció la imprenta, muchos temieron por la memoria. Con la calculadora, por el pensamiento matemático. Con el GPS, por la orientación. Hoy, con la inteligencia artificial, la sospecha crece: ¿estamos encendiendo el foco o estamos apagando la mente?
La promesa era fascinante. Asistentes que organizan la vida, algoritmos que recomiendan caminos, textos que se redactan solos. La ilusión de una mente externa siempre disponible, sin fatiga, sin distracciones. Pero debajo de la superficie brillante, algo cruje. Una especie de niebla mental, suave pero persistente, se ha comenzado a instalar.
El Massachusetts Institute of Technology realizó un experimento tan inquietante como revelador. Personas que usaron asistentes de IA durante un tiempo mostraron una caída en su creatividad, en su pensamiento crítico, en su capacidad de razonamiento. Su actividad cerebral, medida por electroencefalogramas, descendió. Literalmente. Menos ondas, menos esfuerzo. Un cerebro más cómodo, pero también menos vivo.
El hallazgo no es trivial. La IA ha comenzado a suplir funciones mentales, no solo tareas. Escribir un correo, tomar una decisión, resolver un problema, interpretar un texto, incluso encontrar propósito. Delegar todo eso es ceder territorio interior. La deuda cognitiva se acumula con cada clic. Como los músculos que dejan de usarse, las neuronas también se oxidan en la pereza.
Hay otro peligro aún más sutil: el sesgo automatizado. La IA aprende de nosotros, pero no en nuestro mejor momento, sino en nuestros datos. Ahí están nuestros prejuicios, nuestras exclusiones, nuestras distorsiones. Y luego los devuelve envueltos en eficiencia. Un consejo mal entrenado suena convincente porque está bien redactado. La apariencia de neutralidad genera obediencia. El resultado: dejamos de pensar, comenzamos a aceptar.
El pedagogo Charles Fadel lo advirtió con una frase lapidaria: las redes sociales compiten por nuestra atención; la IA compite por nuestros pensamientos. Lo hace con amabilidad, con utilidad, con apariencia de sabiduría. Pero compite. Y muchas veces gana.
Se ha llegado a afirmar que el alma de la humanidad está en juego. Puede sonar exagerado, pero cada generación define su esencia a través de los instrumentos que abraza. La imprenta liberó la palabra, pero exigió alfabetización. La electricidad expandió el día, pero pidió nuevos ritmos. La inteligencia artificial, en cambio, requiere algo aún más complejo: conciencia del uso. Si no se forma esa conciencia, lo que parecía una herramienta puede convertirse en tutor, y lo que parecía libertad, en conformismo brillante.
La solución no está en renunciar a la tecnología, sino en habitarla con presencia. Usar la IA como trampolín, nunca como muleta. Dejar que nos desafíe, no que nos adormezca. Convertirla en un espejo que amplifica preguntas, no en un atajo que evita el pensamiento.
Cada generación se enfrenta a un dilema ético-tecnológico. El nuestro es íntimo: cómo mantener viva la llama interior en un mundo que ofrece luz artificial por todos lados. El pensamiento propio requiere esfuerzo, incertidumbre, pausa. La IA ofrece rapidez, respuestas, seguridad. Pero ninguna gran idea nació de la comodidad.
Hay que leer menos respuestas automáticas y más poesía. Preguntar con más lentitud. Escribir a mano de vez en cuando. Sentarse a pensar sin prisa. Recordar que la mente es una chispa. Y merece arder.
¿Querías ser libre? Piensa por ti.
¿Querías ser sabio? Equivócate sin miedo.
¿Querías ser humano? Haz el esfuerzo.
Porque la inteligencia que importa sigue siendo la que se construye desde dentro. Aunque cueste y tarde más.
Nos leemos pronto si la IA lo permite.
Placeres culposos: Indomable en Netflix.
Chamoyada para Greis y Alo.
Esta es opinión personal del columnista